LA IRRESISTIBLE FASCINACION DEL DERECHO PENAL

 

Sergio Herrero Álvarez (abogado)

 

Artículo publicado en ABOGADOS, revista del Consejo General de la Abogacía Española, número 61, junio 2010.

 

 

 

         Miremos bastante atrás: es el 31 de diciembre de 1975. El franquismo ha terminado. En las cárceles españolas se encuentran encerradas 8.440 personas. Algunas de ellas son presos por motivos políticos.

        

         Treinta y cuatro años más tarde, ese número se ha multiplicado por  nueve. Son 76.090 los presos que el 31 de diciembre de 2009 pueblan nuestras prisiones. Se trata del máximo histórico. Es un nuevo record que se suma a los que, al final de cada uno de los años de esta década, se han ido inexorablemente alcanzando. Eran 61.054 en 2005, 64.021 en 2006, 67.100 en 2007 y 73.481 en 2008.

 

         Son datos llamativos. Más aún cuando ese aumento de reclusos no responde a un incremento de los delitos cometidos en suelo nacional: España tiene una tasa de criminalidad (número de delitos por cada 1.000 habitantes) inferior a la media de los estados de la Unión Europea y, sin embargo, la mayor tasa de encarcelamiento (personas encarceladas por 100.000 habitantes) de todos ellos.

 

         ¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Ha cambiado la ley? Examinemos, a grandes rasgos, como ha ido evolucionando el ordenamiento penal español.

 

         Vigente el Código Penal de 1973, a lo largo de la transición democrática española se produjeron sucesivas reformas parciales del mismo, entre ellas las que afectaron a los artículos del Código referidos a los delitos de tráfico de drogas, cuyas penas se fueron elevando progresivamente en las modificaciones de 1983 y 1988.

 

A finales del año 1995 se promulga el denominado Código Penal de la democracia, con entrada en vigor el 25 de mayo de 1996.

 

         En los ámbitos políticos el Código fue proclamado con gran estruendo como una novedad histórica, supuestamente esperada con anhelo por largo tiempo. Para unos, todo un “cambio de cultura”. Otros, sin dejar de compartir en cierta medida el entusiasmo, alertaban de los previsibles efectos negativos del nuevo cuerpo legal: “13.000 presos a la calle”, por su obligada aplicación retroactiva en lo favorable.

 

         Un par de años más tarde, tal entusiasmo y tal preocupación se encontraban ya disipados.

 

         En cuanto a las temidas excarcelaciones, la comparación caso por caso del tiempo de estancia en la cárcel que produciría la aplicación del Código derogado y del nuevo, había dado su fruto: menos de 1.000 reclusos puestos en libertad por la aplicación retroactiva del nuevo texto legal. Con excepciones casi anecdóticas, en prácticamente todos los supuestos resultaba más favorable, en tiempo efectivo de estancia en prisión, el Código de 1973.

 

Ello era así porque el nuevo Código introducía un importante endurecimiento represivo en términos reales. Por una parte, se suprimía todo tipo de redenciones penitenciarias, tanto la ordinaria por trabajo, establecida en el articulo 100 del Código derogado (un día redimido por cada dos de trabajo) como las extraordinarias, otorgables a los reclusos especialmente laboriosos destinados a puestos determinados de trabajo, previstas en el artículo 71 del Reglamento de los Servicios de Prisiones de 1956 (hasta un máximo de 175 días de redención anual). Por otro lado, se reducía ligeramente la extensión de las penas aplicables a bastantes tipos delictivos, pero esa disminución no llegaba a compensar el tiempo que al preso se le abonaba a causa de las redenciones eliminadas. Y, aún en algunos casos, se mantenían, o incluso incrementaban, las duraciones abstractas de las penas.

                  

         El resultado fue claro. Con el nuevo Código se elevó el tiempo real de permanencia en la cárcel de las personas condenadas. Una rápida lectura de las penas correspondientes a los delitos más frecuentes lo evidenciaba. Los robos eran ahora más duramente castigados, en tiempo real de cumplimiento en prisión, tanto si mediaba fuerza en las cosas como si se trababa de robos con violencia o intimidación, con uso de arma o sin ella. Los delitos de tráfico de drogas eran también más severamente sancionados. Y por esos dos tipos de infracciones se encontraban condenados entre el 70 y el 80 por ciento de los presos en todo el territorio nacional.

 

         Tampoco aconteció el proclamado “cambio de cultura, casi de civilización” que, según las palabras del entonces Ministro de Justicia e Interior, habría de suponer el nuevo Código. Los comportamientos sancionados como delitos siguieron, y siguen siendo hoy, en lo esencial, los mismos, y aún se añadieron más.

 

En contra de lo que en algún momento se pudo entender, las conductas despenalizadas fueron muy escasas: apenas los antiguos delitos de cheque en descubierto, desacatos y ciertas falsedades. En cambio, el nuevo Código criminalizó una amplia serie de conductas hasta entonces solo reguladas por normas sancionadoras de carácter administrativo o, incluso, por preceptos civiles, mercantiles o laborales. Se pretendió tutelar, mediante la represión, intereses difusos y bienes jurídicos de naturaleza colectiva, creando nuevos tipos de delitos societarios, contra el medio ambiente, contra los derechos de los consumidores, contra la ordenación del territorio, etcétera, generalmente configurados como delitos de peligro abstracto.

 

No parecía que esa ampliación del círculo punitivo resultase muy acorde con el principio de intervención mínima y con la naturaleza del moderno derecho penal como último instrumento de actuación estatal sobre los ciudadanos. La pena de prisión seguía entronizada como reina absoluta del sistema.

 

Tras la entrada en vigor del nuevo Código la calma legislativa no duró más que dos años. A partir de 1998 se inicia una desbocada carrera de reformas parciales, hasta sumar, en los seis años siguientes, un total de quince modificaciones legales, cuyo examen detallado excedería en mucho el ámbito y extensión de este escrito. Baste decir, no obstante, que nota común a la gran mayoría de esas novedades fue el progresivo endurecimiento de zonas y regulaciones muy concretas del Código, así como del cumplimiento penitenciario de sus penas.

 

La última de esas quince reformas del texto, operada por la LO 15/2003 de 25 de noviembre, que entró en vigor el 1 de octubre de 2004, fue de superlativa entidad, puesto que modificó casi doscientos artículos del Código Penal, y supuso, de nuevo, el endurecimiento del tratamiento punitivo de ciertos delitos, significadamente, los hechos constitutivos de violencia familiar.

 

Tan profunda reforma no detuvo, en los años siguientes y hasta la actualidad, el chorreo de modificaciones parciales del Código. Continuaron a buen ritmo. De ellas destacan la realizada por medio de la LO 1/2004, de 28 de diciembre, denominada “Ley de Protección Integral contra la Violencia de Genero”, que elevó a la categoría de delito conductas en el seno domestico hasta entonces constitutivas de falta, y la operada por LO 15/2007, de 30 de noviembre, que endureció el tratamiento punitivo de conductas ilícitas relativas a la seguridad vial, criminalizando algunas que hasta entonces solo constituían infracciones administrativas.

 

         En el momento de escribir estas líneas, en mayo de 2010, nos acercamos a la inminente promulgación de la enésima reforma penal, encaminada en idéntica dirección que las anteriores, con tipificación de nuevas formas delictivas y agravación de algunas existentes, con creación de penas nuevas y más severas.

 

         En suma, la evolución legislativa reciente muestra el reiterado empleo, sin distinción de fuerzas políticas, gobiernos ni mayorías parlamentarias que en cada momento los sustenten, del sucesivo endurecimiento del Código Penal como omnipresente recurso de intervención estatal: más delitos, más penas, más presos durante más tiempo.

 

“Tolerancia cero”, “libertad vigilada”, “cumplimiento íntegro”, “mano dura”, “penas ejemplares”, “pudrirse en la cárcel”, “prisión perpetua”.. Son expresiones sonoras, que acarician los oídos del respetable público y refuerzan la imagen de quienes, con voz decidida, las pronuncian.

 

 ¿Quién podría resistirse? No, desde luego, nuestros representantes políticos. Los legisladores democráticos españoles han sucumbido. Se encuentran definitivamente rendidos a los encantos del derecho penal.

 

 

Sergio Herrero Alvarez

Abogado