Sergio
Herrero Álvarez (abogado)
Artículo
publicado en ABOGADOS, revista del Consejo General de
Miremos bastante atrás: es el 31 de
diciembre de 1975. El franquismo ha terminado. En las cárceles españolas se
encuentran encerradas 8.440 personas. Algunas de ellas son presos por motivos
políticos.
Treinta y cuatro años más tarde, ese
número se ha multiplicado por nueve. Son
76.090 los presos que el 31 de diciembre de 2009 pueblan nuestras prisiones. Se
trata del máximo histórico. Es un nuevo record que se suma a los que, al final
de cada uno de los años de esta década, se han ido inexorablemente alcanzando.
Eran 61.054 en 2005, 64.021 en 2006, 67.100 en 2007 y 73.481 en 2008.
Son datos llamativos. Más aún cuando
ese aumento de reclusos no responde a un incremento de los delitos cometidos en
suelo nacional: España tiene una tasa de criminalidad (número de delitos por
cada 1.000 habitantes) inferior a la media de los estados de
¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Ha cambiado
la ley? Examinemos, a grandes rasgos, como ha ido evolucionando el ordenamiento
penal español.
Vigente el Código Penal de
A
finales del año 1995 se promulga el denominado Código Penal de la democracia,
con entrada en vigor el 25 de mayo de 1996.
En
los ámbitos políticos el Código fue proclamado con gran estruendo como una
novedad histórica, supuestamente esperada con anhelo por largo tiempo. Para
unos, todo un “cambio de cultura”.
Otros, sin dejar de compartir en cierta medida el entusiasmo, alertaban de los
previsibles efectos negativos del nuevo cuerpo legal:
“13.000 presos a la calle”, por su obligada aplicación retroactiva
en lo favorable.
Un
par de años más tarde, tal entusiasmo y tal preocupación se encontraban ya
disipados.
En
cuanto a las temidas excarcelaciones, la comparación caso por caso del tiempo
de estancia en la cárcel que produciría la aplicación del Código derogado y del
nuevo, había dado su fruto: menos de 1.000 reclusos puestos en libertad por la
aplicación retroactiva del nuevo texto legal. Con excepciones casi anecdóticas,
en prácticamente todos los supuestos resultaba más favorable, en tiempo efectivo
de estancia en prisión, el Código de 1973.
Ello era así porque el nuevo
Código introducía un importante endurecimiento represivo en términos reales. Por
una parte, se suprimía todo tipo de redenciones penitenciarias, tanto la
ordinaria por trabajo, establecida en el articulo 100 del Código derogado (un
día redimido por cada dos de trabajo) como las extraordinarias, otorgables a
los reclusos especialmente laboriosos destinados a puestos determinados de
trabajo, previstas en el artículo 71 del Reglamento de los Servicios de
Prisiones de 1956 (hasta un máximo de 175 días de redención anual). Por otro
lado, se reducía ligeramente la extensión de las penas aplicables a bastantes
tipos delictivos, pero esa disminución no llegaba a compensar el tiempo que al
preso se le abonaba a causa de las redenciones eliminadas. Y, aún en algunos
casos, se mantenían, o incluso incrementaban, las duraciones abstractas de las
penas.
El
resultado fue claro. Con el nuevo Código se elevó el tiempo real de permanencia
en la cárcel de las personas condenadas. Una rápida lectura de las penas
correspondientes a los delitos más frecuentes lo evidenciaba. Los robos eran ahora
más duramente castigados, en tiempo real de cumplimiento en prisión, tanto si
mediaba fuerza en las cosas como si se trababa de robos con violencia o
intimidación, con uso de arma o sin ella. Los delitos de tráfico de drogas eran
también más severamente sancionados. Y por esos dos tipos de infracciones se
encontraban condenados entre el 70 y el 80 por ciento de los presos en todo el
territorio nacional.
Tampoco
aconteció el proclamado “cambio de
cultura, casi de civilización” que, según las palabras del entonces Ministro
de Justicia e Interior, habría de suponer el nuevo Código. Los comportamientos sancionados
como delitos siguieron, y siguen siendo hoy, en lo esencial, los mismos, y aún se
añadieron más.
En contra de lo que en algún
momento se pudo entender, las conductas despenalizadas fueron muy escasas:
apenas los antiguos delitos de cheque en descubierto, desacatos y ciertas
falsedades. En cambio, el nuevo Código criminalizó una amplia serie de
conductas hasta entonces solo reguladas por normas sancionadoras de carácter
administrativo o, incluso, por preceptos civiles, mercantiles o laborales. Se pretendió
tutelar, mediante la represión, intereses difusos y bienes jurídicos de
naturaleza colectiva, creando nuevos tipos de delitos societarios, contra el
medio ambiente, contra los derechos de los consumidores, contra la ordenación
del territorio, etcétera, generalmente configurados como delitos de peligro
abstracto.
No parecía que esa ampliación
del círculo punitivo resultase muy acorde con el principio de intervención
mínima y con la naturaleza del moderno derecho penal como último instrumento de
actuación estatal sobre los ciudadanos. La pena de prisión seguía entronizada
como reina absoluta del sistema.
Tras la entrada en vigor del nuevo Código la
calma legislativa no duró más que dos años. A partir de 1998 se inicia una
desbocada carrera de reformas parciales, hasta sumar, en los seis años
siguientes, un total de quince modificaciones legales, cuyo examen detallado
excedería en mucho el ámbito y extensión de este escrito. Baste decir, no
obstante, que nota común a la gran mayoría de esas novedades fue el progresivo
endurecimiento de zonas y regulaciones muy concretas del Código, así como del
cumplimiento penitenciario de sus penas.
La última de esas quince reformas del texto, operada
por
Tan profunda reforma no detuvo,
en los años siguientes y hasta la actualidad, el chorreo de modificaciones
parciales del Código. Continuaron a buen ritmo. De ellas destacan la realizada
por medio de
En el momento de escribir estas líneas,
en mayo de 2010, nos acercamos a la inminente promulgación de la enésima
reforma penal, encaminada en idéntica dirección que las anteriores, con
tipificación de nuevas formas delictivas y agravación de algunas existentes,
con creación de penas nuevas y más severas.
En suma, la evolución legislativa
reciente muestra el reiterado empleo, sin distinción de fuerzas políticas,
gobiernos ni mayorías parlamentarias que en cada momento los sustenten, del
sucesivo endurecimiento del Código Penal como omnipresente recurso de
intervención estatal: más delitos, más penas, más presos durante más tiempo.
“Tolerancia
cero”, “libertad vigilada”, “cumplimiento íntegro”, “mano dura”, “penas
ejemplares”, “pudrirse en la cárcel”, “prisión perpetua” …..
Son expresiones sonoras, que acarician los oídos del respetable público y refuerzan
la imagen de quienes, con voz decidida, las pronuncian.
¿Quién podría resistirse? No, desde luego,
nuestros representantes políticos. Los legisladores democráticos españoles han
sucumbido. Se encuentran definitivamente rendidos a los encantos del derecho
penal.
Sergio Herrero Alvarez
Abogado