El derecho de defensa en el proceso penal español: una visión práctica de sus novedades y dificultades

 

CAPITULO de la obra colectiva “El proceso penal en ebullición” (II Memorial Profesor Manuel Serra Domínguez), Editorial Atelier Llibres Juridics, Barcelona 2017, páginas 31 a 44.

Sergio Herrero Alvarez

www.herreroabogados.com

 

 

El propósito que anima la presente exposición es ofrecer una visión práctica, desde el punto de vista de un abogado penalista, de las principales novedades recientes, dificultades frecuentes y amenazas más o menos latentes que afectan al ejercicio del derecho de defensa en el proceso penal español.

El artículo 24 de la Constitución Española  menciona en tres ocasiones el derecho a la defensa y ha sido objeto de abundantísima jurisprudencia del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, cuyo contenido es sobradamente conocido. Del mismo quizá convenga destacar que dentro del conjunto de garantías que deben satisfacerse en el proceso penal se encuentra implícita la exigencia de “igualdad de armas” entre acusación y defensa. En resumen, el derecho de defensa supone poder conocer el contenido fáctico y jurídico de la acusación, poder alegar y probar para contradecirlo y poder recurrir las decisiones judiciales que sucesivamente recaigan en el proceso penal.

Vamos a tratar ahora, en primer lugar, de las tres novedades legislativas recientes que de forma más notable han afectado al derecho de defensa y, después, de algunas dificultades y amenazas a la efectividad de ese derecho. Dichas novedades se refieren a la ampliación del ámbito de actuación del abogado que asiste profesionalmente a personas detenidas, a la regulación del posible secreto del procedimiento judicial y a la reforma de la estructura y alcance de los recursos contra las sentencias, especialmente novedosa en lo tocante a las de signo absolutorio.

 

La nueva regulación de la asistencia letrada al detenido

           

El régimen legal de la asistencia letrada al detenido ha experimentado un trascendente cambio en el año 2015, con la modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECR en adelante) operada mediante la Ley Orgánica 13/2015, en vigor desde el 1 de noviembre de ese año, fruto de la obligada trasposición al derecho patrio del contenido de las Directivas de la Unión Europea 2012/13 y 2013/48.

            Aspectos esenciales de la regulación previa que se mantienen son el carácter preceptivo de la asistencia letrada a todas las personas detenidas, salvo que los hechos solo puedan constituir delitos contra la seguridad del tráfico (artículo 520.8 de la LECR) y la libertad de elección de la persona detenida para poder designar un abogado de su confianza, salvo en los casos de detención incomunicada (artículos 118.1.d, 118.2, 509, 520.2.c, 520.5 y 527.1.a de la LECR).

            Las dos novedades más importantes, que suponen, sin duda alguna, un relevante reforzamiento del derecho de defensa de las personas que se encuentran detenidas, son las referidas al conocimiento de las actuaciones policiales y a la entrevista previa con el abogado antes de la toma de declaración.

            En efecto, a partir de la nueva regulación existe el derecho del detenido, acompañado por su abogado a examinar la integridad de las actuaciones policiales que en ese momento consten documentadas, plasmadas en el atestado correspondiente. Al respecto, los artículos 118.1.b y 520.2.d de la LECR establecen lo siguiente:

“Artículo 118.

 

1. Toda persona a quien se atribuya un hecho punible podrá ejercitar el derecho de defensa, interviniendo en las actuaciones, desde que se le comunique su existencia, haya sido objeto de detención o de cualquier otra medida cautelar o se haya acordado su procesamiento, a cuyo efecto se le instruirá, sin demora injustificada, de los siguientes derechos:

 

b) Derecho a examinar las actuaciones con la debida antelación para salvaguardar el derecho de defensa y en todo caso, con anterioridad a que se le tome declaración.”

            Ese derecho a examinar el atestado completo puede restringirse en los casos de detención incomunicada, en los cuales la autoridad judicial puede decidir limitar el derecho a examinar solo parcialmente las actuaciones, en sus elementos esenciales, como se desprende de la lectura de los artículos 118.1.b, 520.2.d y 527.1.d  de la LECR.

            En concreto, el artículo 527.1.d de la LECR establece lo siguiente:

            Artículo 527.

 

1. En los supuestos del artículo 509, el detenido o preso podrá ser privado de los siguientes derechos si así lo justifican las circunstancias del caso:

 

d) Acceder él o su abogado a las actuaciones, salvo a los elementos esenciales para poder impugnar la legalidad de la detención.”

 

            La segunda novedad radical es el derecho a comunicarse y entrevistarse reservadamente el detenido con su abogado antes de la declaración policial y ello de forma inmediata desde el momento de la detención. Como sabemos, hasta la reforma comentada, esa entrevista profesional reservada podía tener lugar solamente después de la diligencia de toma de declaración policial a la persona detenida.

Si para el adecuado desarrollo de esa entrevista del detenido con el abogado fuera precisa la actuación de un intérprete, habrá de proporcionarse gratuitamente la misma y el intérprete interviniente quedará obligado legamente a guardar confidencialidad sobre su contenido y estará exento de toda obligación de declarar al respecto, tal y como se regula ahora en los artículos 118.2.2 y 520.6.d de la LECR, y, en lo relativo a la labor del interprete, en sus artículos 118.1.f, 123.1.b, 124.2 y 416.3.

En concreto, los artículos 123 y 124 de la LECR establecen lo siguiente:

            Artículo 123.

1. Los imputados o acusados que no hablen o entiendan el castellano o la lengua oficial en la que se desarrolle la actuación tendrán los siguientes derechos:

 

a) Derecho a ser asistidos por un intérprete que utilice una lengua que comprenda durante todas las actuaciones en que sea necesaria su presencia, incluyendo el interrogatorio policial o por el Ministerio Fiscal y todas las vistas judiciales.

 

b) Derecho a servirse de intérprete en las conversaciones que mantenga con su Abogado y que tengan relación directa con su posterior interrogatorio o toma de declaración, o que resulten necesarias para la presentación de un recurso o para otras solicitudes procesales.

 

            Artículo 124.

 

2. El intérprete o traductor designado deberá respetar el carácter confidencial del servicio prestado.”

 

Además de las anteriores, la reforma contiene algunas otras novedades también relevantes para la mejora de la eficacia defensiva de la asistencia letrada prestada en los centros de detención.

 

Por una parte, la intervención del abogado pasa a ser inmediata, desde el inicio de la detención, y sin motivo para demorarla hasta el momento de la toma de declaración, a tenor de los artículos 118.1, 118.2.1 y 520.2.c  de la LECR.

 

Por otra parte, el plazo máximo con que cuenta el abogado, desde que recibe el aviso correspondiente, para prestar la asistencia letrada al detenido se ve reducido en lo sucesivo a tres horas, según establece el artículo 520.5.

 

También tiene importancia otra nueva prescripción, contenida en el artículo 118.2, que ha pasado relativamente inadvertida en los primeros análisis de esta reforma: se afirma ahora en la ley que el abogado que asista al detenido estará presente en “todas sus declaraciones". Es de esperar que esta clara prescripción legal  sirva para corregir cierta línea jurisprudencial que admite la valoración como prueba de las manifestaciones que, de forma supuestamente espontánea, pero estando ya detenida formalmente la persona, se realizan en ocasiones a la fuerza policial.

 

Por último, en ésta ámbito, merece mención la nueva redacción del artículo 520.2.c, que, tras reconocer el derecho general a designar libremente abogado y a ser asistido por él sin demora injustificada, establece que si debido a la lejanía geográfica no es posible de inmediato la asistencia de letrado, “se facilitará al detenido comunicación telefónica o por videoconferencia con aquél, salvo que dicha comunicación sea imposible”.

 

 

La reforma de 2015 del secreto de las actuaciones judiciales

Otra novedad importante acaecida en el año 2015 en la regulación del proceso penal y que afecta al derecho de defensa se refiere a la figura de la declaración de secreto de las actuaciones judiciales, que conlleva la falta de posibilidad del abogado defensor de conocimiento del contenido de los autos durante parte de la fase de instrucción (que ha pasado a denominarse investigación) del proceso.

La normativa vigente hasta esta reforma no contemplaba límite temporal máximo absoluto para la duración total del secreto ni establecía claramente límites al mismo ni los requisitos para su adopción por el juez de instrucción. Al amparo de ella, se venía produciendo, en demasiadas ocasiones, un reprobable abuso judicial de su utilización y duración, mediante prórrogas sucesivas que se arrastraban, incluso, durante años.

A partir de la nueva redacción del artículo 302 de la LECR, operada por la Ley Orgánica 5/2015, reza de la forma siguiente:

“Las partes personadas podrán tomar conocimiento de las actuaciones e intervenir en todas las diligencias del procedimiento.

 

No obstante, si el delito fuere público, podrá el Juez de Instrucción, a propuesta del Ministerio Fiscal, de cualquiera de las partes personadas o de oficio, declararlo, mediante auto, total o parcialmente secreto para todas las partes personadas, por tiempo no superior a un mes cuando resulte necesario para:

 

a) evitar un riesgo grave para la vida, libertad o integridad física de otra persona; o

 

b) prevenir una situación que pueda comprometer de forma grave el resultado de la investigación o del proceso.

 

El secreto del sumario deberá alzarse necesariamente con al menos diez días de antelación a la conclusión del sumario.

 

Lo dispuesto en este artículo se entenderá sin perjuicio de lo previsto en el párrafo segundo del apartado 3 del artículo 505.”

La disposición del último párrafo resulta de gran importancia, dado que garantiza que el abogado de la persona contra la que se dirige el proceso penal deba tener acceso, al menos, a lo esencial de las actuaciones en la comparecencia para la prisión provisional del artículo 505 de la LECR, incluso cuando se encuentra declarado el secreto de las actuaciones.

 

Al respecto, establece el artículo 505:

 

“Artículo 505.

 

1. Cuando el detenido fuere puesto a disposición del juez de instrucción o tribunal que deba conocer de la causa, éste, salvo que decretare su libertad provisional sin fianza, convocará a una audiencia en la que el Ministerio Fiscal o las partes acusadoras podrán interesar que se decrete la prisión provisional del investigado o encausado o su libertad provisional con fianza.

 

            …..

 

3. En dicha audiencia, si el Ministerio Fiscal o alguna parte acusadora solicitare que se decrete la prisión provisional del investigado o encausado o su libertad provisional con fianza, podrán quienes concurrieren realizar alegaciones y proponer los medios de prueba que puedan practicarse en el acto o dentro de las setenta y dos horas antes indicadas en el apartado anterior.

 

El Abogado del investigado o encausado tendrá, en todo caso, acceso a los elementos de las actuaciones que resulten esenciales para impugnar la privación de libertad del investigado o encausado.”

 

 

 

La modificación de la apelación contra sentencias absolutorias

 

Otro cambio trascendente es el que se ha producido en el recurso de apelación contra sentencias absolutorias o levemente condenatorias, frente a las cuales una parte acusadora pretende que en la segunda instancia se transmute la absolución en una condena o se agrave la condena dictada en la primera instancia. Cuando para ello es preciso la modificación de los hechos probados de la sentencia apelada, y esa alteración fáctica supone la valoración de pruebas personales de forma distinta por parte del tribunal de apelación, nos encontramos entonces ante una situación peculiar, dado que esas pruebas, practicadas en el juicio oral, no se han celebrado ante el tribunal de segunda instancia, del cual, sin presenciarlas, se pretende que llegue a conclusiones sobre ellas diferentes a las alcanzadas por el órgano judicial de primera instancia, ante el que tuvieron lugar.

A tal pretensión, no puso reparos la jurisprudencia española del pasado siglo. Se consideraba que el tribunal de apelación conocía con plenitud todos los aspectos y pruebas de la causa y podía revocar en su resolución no solo el derecho aplicado sino también los hechos probados de la sentencia apelada. Si consideraba racionalmente errónea la valoración de las pruebas, de cualquier prueba, efectuada por el órgano de primera instancia, podía, sin obstáculo, declararlo así en su sentencia corregir esa errada apreciación y llegar a otra, modificando los hechos probados, ya fuera para absolver revocando una sentencia inicial condenatoria, o, al contrario, para agravarla o para condenar revocando la absolución inicial.

Sin embargo, la situación cambia severamente al inicio del siglo XXI, cuando el Tribunal Constitucional sienta doctrina en el sentido contrario, estableciendo, como es sabido, que cuando una absolución en primera instancia se basaba en la valoración directa por el juzgador de pruebas personales (esencialmente la declaración de testigos y del propio acusado) no cabía su modificación en la segunda instancia para apreciar como probados hechos más desfavorables al acusado. Esto solo resultaba posible cuando lo valorado eran pruebas documentales, que, por su naturaleza, no requieren su práctica a presencia del juzgador de segunda instancia, o cuando existía reconocimiento de los hechos por el propio acusado.

A partir de la sentencia  167/2002 de 18 de noviembre del Tribunal Constitucional, por respeto a los principios de inmediación y contradicción que rigen el proceso penal, si en fase de apelación no se practican pruebas personales directamente a presencia del tribunal de apelación, éste no puede revisar las pruebas personales practicadas por el tribunal en primera instancia y revocar, por su distinta valoración,  la absolución inicial contenida en la sentencia recurrida. Ello debía ponerse en relación con los tres únicos supuestos en los cuales cabía la práctica de prueba en segunda instancia, establecidos en el artículo 790.3 de la LECR: cuando las pruebas no se pudieron proponer en primera instancia, cuando fueron indebidamente denegadas y se hubiera formulado protesta, y cuando, admitidas, no se practicaron por causas no imputables a la parte.

En suma, en los términos explicados, se impedía casi de forma absoluta que las sentencias absolutorias fundamentadas en valoración de pruebas personales por el tribunal de primera instancia pudieran revocarse en la apelación.

Esa conclusión se puso en duda con la novedad, introducida por la Ley 13/2009, de 3 de noviembre, de reforma de la legislación procesal para la implantación de la nueva Oficina Judicial, que supuso, desde su entrada en vigor, el 4 de mayo de 2010, mediante la reforma del artículo 743 de la LECR, la obligatoriedad de grabación de todos los juicios orales. Además, se produce entonces, en conexión con esa novedosa grabación audiovisual de los juicios otra modificación del artículo 791 de la LECR, cuyo texto pasa a establecer:

            “Si los escritos de formalización o de alegaciones contienen proposición de prueba o reproducción de la grabada, el Tribunal resolverá en tres días sobre la admisión de la propuesta y acordará, en su caso, que el Secretario judicial señale día para la vista.

…………..

La vista se celebrará empezando, en su caso, por la práctica de la prueba y por la reproducción de las grabaciones si hay lugar a ella.”

            Resulta así que desde 2010 existía la posibilidad de que se incluya como parte del recurso de apelación la reproducción de la grabación de la prueba realizada en el acto del juicio oral. En tal situación, el tribunal de apelación sí presenciaba todo lo ocurrido en el juicio y observaba, aunque a través de una filmación y en tiempo diferido, las pruebas personales practicadas.

 Se planteó, en consecuencia, si ello alteraba la doctrina constitucional existente. ¿Podría, con esa filmación, el tribunal de apelación revisar la sentencia absolutoria dictada, dado que podrá ver y oír, y por tanto apreciar, las declaraciones de partes y testigos practicadas en el acto del juicio oral? ¿la visión de esa filmación cumplía la exigencia de la doctrina del Tribunal Constitucional de inmediación del tribunal en la práctica de la prueba personal para poder apreciarla en sentido diferente al de la sentencia recurrida?

            La respuesta fue negativa. Realmente, ya poco antes de esa reforma de la apelación, el Tribunal Constitucional se había pronunciado al respecto en su sentencia 120/2009, de 18 de mayo, en un caso en el que “la cuestión capital que se somete al juicio de este Tribunal consiste en dilucidar si un Tribunal de apelación -mediante una valoración de pruebas de carácter personal discrepante de la efectuada por el Juez a quo, tras haber visionado la grabación audiovisual del juicio oral- puede estimar un recurso de apelación interpuesto por error en la valoración de la prueba, fijando un nuevo relato de hechos probados que conduce a la condena de quien fue inicialmente absuelto”. En el caso tratado, el Tribunal Constitucional terminó concediendo el amparo y anulando la condena, por considerar que, en todo caso, ha de existir un “examen personal y directo” de quienes han declarado, lo que implica “la concurrencia temporo-espacial de quien declara y ante quien se declara, pues la garantía constitucional estriba tanto en que quien juzga tenga ante sí a quien declara como en que el declarante pueda dirigirse a quien está llamado a valorar sus manifestaciones”.

            Finalmente, la reciente reforma de 2015, veda, sin excepción alguna, la posible revocación de una sentencia absolutoria mediante una modificación desfavorable para el acusado de los hechos probados por parte del tribunal de apelación.

El artículo 790.2 tercer párrafo de la LECR, en la nueva redacción dada por la Ley 41/2015, establece lo siguiente:

“Cuando la acusación alegue error en la valoración de la prueba para pedir la anulación de la sentencia absolutoria o el agravamiento de la condenatoria, será preciso que se justifique la insuficiencia o la falta de racionalidad en la motivación fáctica, el apartamiento manifiesto de las máximas de experiencia o la omisión de todo razonamiento sobre alguna o algunas de las pruebas practicadas que pudieran tener relevancia o cuya nulidad haya sido improcedentemente declarada.”

Por su parte, el artículo 792.2 de la LECR determina:

            La sentencia de apelación no podrá condenar al encausado que resultó absuelto en primera instancia ni agravar la sentencia condenatoria que le hubiera sido impuesta por error en la apreciación de las pruebas en los términos previstos en el tercer párrafo del artículo 790.2.

 

No obstante, la sentencia, absolutoria o condenatoria, podrá ser anulada y, en tal caso, se devolverán las actuaciones al órgano que dictó la resolución recurrida. La sentencia de apelación concretará si la nulidad ha de extenderse al juicio oral y si el principio de imparcialidad exige una nueva composición del órgano de primera instancia en orden al nuevo enjuiciamiento de la causa.”

La cuestión queda definitivamente resuelta. Si la acusación fundamenta su recurso en el error en la apreciación de la prueba, la eventual sentencia de apelación estimatoria no puede condenar al acusado antes absuelto ni agravar la condena del ya condenado. Lo único que puede hacer el órgano de apelación en tal caso, si existieran realmente razones suficientes para ello, sería anular la sentencia absolutoria o insuficientemente condenatoria, con retroacción de actuaciones, para que sea de nuevo el órgano judicial de primera instancia el que dicte una nueva sentencia sin alejamiento de las máximas de experiencia y correctamente motivada o, en su caso, la celebración nuevamente del juicio. Lo que no puede hacer el tribunal de apelación es revocar la sentencia apelada para valorar de forma distinta la prueba del juicio oral y dictar otra sentencia de fondo diferente. El órgano judicial de segunda instancia tiene la potestad de anular la valoración de la prueba efectuada por el órgano judicial de primera instancia, pero no está habilitado para sustituir esa valoración por otra que haga el propio tribunal de apelación.

 

Algunas dificultades y amenazas al derecho de defensa

 

            Nos referiremos a continuación a algunas dificultades, que, en su mayoría, van siendo afortunadamente superadas de forma paulatina, para la efectividad del derecho de defensa en los procesos penales

Respecto al ejercicio de la labor de defensa en la fase de instrucción, parece haber quedado casi  totalmente superada, pese a algunos ejemplos aislados de lo contrario, la concepción de que solo la acusación puede proponer pruebas en esta fase, que se apoyaba en la idea de que su objeto es reunir los elementos suficientes para acusar, a tenor del contenido de los artículos 777.1, 779.1 y 780.2 de la LECR). No obstante, en sentido contrario debe tenerse en cuenta lo dispuesto en los artículos 2 y 776.3 de la LECR y, sobre todo, la lectura que de la LECR ha realizado la jurisprudencia constitucional  para imponer en su interpretación y aplicación el principio de igualdad de armas entre las partes acusadoras y defensoras.

Otro peligro también conjurado por la jurisprudencia constitucional, radicaba en el uso de la capacidad sancionadora de los jueces y tribunales que les confieren los artículos 552 a 557 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, los cuales les facultan para imponer un apercibimiento o una multa, como corrección disciplinaria, a los abogados que consideren que les “faltaren oralmente, por escrito o por obra, al respeto debido”. Por un lado, se trata de una peculiar potestad sancionadora en cuya aplicación el juez o tribunal es a la vez quien sufre la ofensa y quien la castiga. Por otro lado, en demasiadas ocasiones terminó convirtiéndose en un instrumento para reprimir el órgano judicial afectado las críticas profesionales de fondo acerado o tono vehemente al acierto de sus decisiones jurisdiccionales, y no verdaderas faltas de respeto. El Tribunal Constitucional puso las cosas en su sitio y revocó de forma repetida las sanciones que iincurrían en tal desviación, y ha establecido la doctrina consolidada de que solo las expresiones dirigidas directamente a descalificar a los magistrados, no a sus resoluciones, resultan sancionables. No lo es, al contrario, el despliegue por el abogado de críticas, por más desabridas que resulten, al contenido de lo judicialmente decidido. La libertad de expresión del abogado en sus intervenciones profesionales ha quedado, pues, respaldada por la jurisprudencia constitucional. Con ello se protege el adecuado y libre ejercicio del derecho de defensa.

La amenaza, sin duda alguna, de mayor calado al derecho de defensa era la posibilidad de vulnerar la confidencialidad de las comunicaciones, especialmente las telefónicas o telemáticas, entre los abogados y sus clientes. Afortunadamente, parece conjugada por a protección expresa de su secreto que se ha introducido en la LECR en la reforma de 2015 operada por la Ley Orgánica 13/2015.

Antes, había sido  ya un hito capital, la doctrina del Tribunal Constitucional  respecto a la interpretación del artículo 51.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, relativa a la posible intervención de las comunicaciones orales de abogados y clientes presos desarrolladas en los locutorios de los centros penitenciarios.

El artículo 51.2 mencionado establece lo siguiente:

2. Las comunicaciones de los internos con el abogado defensor o con el abogado expresamente llamado en relación con asuntos penales y con los procuradores que lo representen, se celebrarán en departamentos apropiados y no podrán ser suspendidas o intervenidas salvo por orden de la autoridad judicial y en los supuestos de terrorismo.”

           

El Tribunal Constitucional estableció con rotundidad, en la década de los años 1990, que la interpretación debida de dicho precepto exigía la concurrencia acumulativa de los dos requisitos indicados, es decir, que la intervención solo puede acordarse por el juez de instrucción cuando el delito objeto de la investigación penal fuera un delito de terrorismo, y no otro, y el abogado cuya comunicación iba a escucharse y grabarse estuviera indiciariamente implicado como participe o colaborador en tal delito.

            Hay que recordar, sin embargo, que esa meridiana doctrina constitucional no impidió que llegara a producirse de forma efectiva uno de los mayores atentados conocidos al derecho de defensa en nuestro país, en una etapa democrática, protagonizada por el entonces juez Baltasar Garzón y que tuvo como consecuencia su condena por prevaricación en la luminosa sentencia del Tribunal Supremo de 9 de febrero de 2012, cuya lectura debería ser obligada para todo abogado, magistrado o fiscal antes de iniciar su actividad profesional.

            Retornando a la actualidad, la reforma de 2015 de la LECR ha consagrado la inviolabilidad expresa de todas las comunicaciones de la persona sometida a procedimiento penal o judicial, sea como detenido, investigado o encausado, con su abogado. Esa garantía se contiene ahora en los artículos  118.4 y 520.7 de la LECR en los términos siguientes:

“Artículo 118.4.

 

Todas las comunicaciones entre el investigado o encausado y su abogado tendrán carácter confidencial.

 

Si estas conversaciones o comunicaciones hubieran sido captadas o intervenidas durante la ejecución de alguna de las diligencias reguladas en esta ley, el juez ordenará la eliminación de la grabación o la entrega al destinatario de la correspondencia detenida, dejando constancia de estas circunstancias en las actuaciones.

 

Lo dispuesto en el párrafo primero no será de aplicación cuando se constate la existencia de indicios objetivos de la participación del abogado en el hecho delictivo investigado o de su implicación junto con el investigado o encausado en la comisión de otra infracción penal, sin perjuicio de lo dispuesto en la Ley General Penitenciaria.”

“Artículo 520.7

Las comunicaciones entre el investigado o encausado y su abogado tendrán carácter confidencial en los mismos términos y con las mismas excepciones previstas en el apartado 4 del artículo 118.”

Puede afirmarse que, en este ámbito, se ha avanzado claramente en la protección del secreto de esas comunicaciones profesionales, que debe amparar a la labor profesional de defensa para su material efectividad.

 Cuestión diferente, pero en algún sentido cercana, es la posible afectación de la defensa por la amenaza al secreto profesional del propio abogado que pueda suponer la normativa en materia de prevención del blanqueo de capitales, actualmente contenida en la Ley 10/2010, de 28 de abril, de prevención del blanqueo de capitales y de la financiación del terrorismos.

Aunque esta Ley 10/2010 contiene disposiciones criticables, que pueden suponer una intromisión lesiva en el secreto profesional del abogado en otras áreas de su actuación profesional, entiendo que no afecta concretamente al derecho de defensa en el proceso penal, a tenor de lo que disponen sus artículos 2.ñ y 22, cuyo contenido es el siguiente:

“Artículo 2. Sujetos obligados.

1. La presente Ley será de aplicación a los siguientes sujetos obligados:

a) Las entidades de crédito

……………….

 

ñ) Los abogados, procuradores u otros profesionales independientes cuando participen en la concepción, realización o asesoramiento de operaciones por cuenta de clientes relativas a la compraventa de bienes inmuebles o entidades comerciales, la gestión de fondos, valores u otros activos, la apertura o gestión de cuentas corrientes, cuentas de ahorros o cuentas de valores, la organización de las aportaciones necesarias para la creación, el funcionamiento o la gestión de empresas o la creación, el funcionamiento o la gestión de fideicomisos («trusts»), sociedades o estructuras análogas, o cuando actúen por cuenta de clientes en cualquier operación financiera o inmobiliaria.”

“Artículo 22. No sujeción.

Los abogados no estarán sometidos a las obligaciones establecidas en los artículos 7.3, 18 y 21 con respecto a la información que reciban de uno de sus clientes u obtengan sobre él al determinar la posición jurídica en favor de su cliente o desempeñar su misión de defender a dicho cliente en procesos judiciales o en relación con ellos, incluido el asesoramiento sobre la incoación o la forma de evitar un proceso, independientemente de si han recibido u obtenido dicha información antes, durante o después de tales procesos.

Sin perjuicio de lo establecido en la presente Ley, los abogados guardarán el deber de secreto profesional de conformidad con la legislación vigente.”

Es claro, por tanto, que la amplia batería de obligaciones establecidas, con carácter general, por la Ley 10/2010, para los profesionales sujetos a la norma no son de aplicación al ejercicio profesional de la abogacía en su vertiente atinente a la labor de defensa en procesos judiciales.

            Una dificultad notable para la efectividad del derecho de defensa se presenta en los juicios con jurado y deriva de la distinta valoración de las pruebas practicadas que se observa por parte de los ciudadanos legos que integran el jurado respecto a la forma habitual de actuación de un tribunal profesional, muy especialmente, en lo referido al respeto a la presunción de inocencia.

Toda la labor de alegación y prueba se realiza con la pretensión y la previsión de que la actuación defensiva desplegada rinda sus frutos en una decisión jurisdiccional adoptada con respeto al derecho a la presunción de inocencia de la persona sometida a enjuiciamiento y aplicación del principio valorativo in dubio pro reo. Sin embargo, la observancia efectiva de ambos brilla por su ausencia en un llamativo número de asuntos sometidos a juicio con jurado. Ello es consecuencia lógica de la diferencia existente entre los magistrados profesionales y las personas legas en derecho. Los primeros, a través de su formación jurídica y de su experiencia judicial, han interiorizado el mandato constitucional de presuponer la inocencia de la persona acusada, en tanto esa inicial presunción no sea desvirtuada en el juicio oral mediante una actividad probatoria que, sin espacio para la duda, acredite racionalmente la existencia del hecho delictivo y la participación del acusado en su comisión. Los segundos intentan, de buena fe, adoptar en su veredicto la decisión que racionalmente les parezca más lógica, sin partir de postura preconcebida alguna. Dicho de otra manera: si a la vista de las pruebas presenciadas resulta más probable que lo materialmente acertado sea la culpabilidad, esa será la opción que elijan los integrantes del jurado. Esa es la decisión lógica y natural en cualquier ámbito de la vida: ante dos afirmaciones se opta por aquella que se considera con más posibilidades de ser la acertada. En términos numéricos, cualquiera se inclina por la respuesta con un 70% de probabilidad de ser la cierta y desdeña la que tiene el restante 30% de contener la verdad, aunque, desde luego, exista cierta duda en la seguridad de acertar en la elección. Justamente esto es lo que, de hecho, ocurre en las decisiones de un jurado, que considerará probada la culpabilidad de quien tenga más posibilidades de ser culpable que de no serlo: lo contrario a lo que hará cualquier tribunal técnico si no ha quedado plenamente probada su culpabilidad más allá de toda duda razonable.

            Por último, quiero referirme a un fenómeno de gran impacto en la actual sociedad de la información, que es la existencia de auténticos juicios paralelos en los medios de comunicación cuando el asunto penal sometido a los tribunales de justicia atrae, por diversos motivos, especial atención pública. Es un suceso omnipresente y  susceptible de provocar enormes perjuicios en los derechos de las personas, sobre todo en su honor, imagen e intimidad. No obstante, el linchamiento moral público de las personas acusadas de ciertos tipos de delitos que generen, en cada momento, especial rechazo popular (terrorismo, corrupción política o agresiones graves contra mujeres, por ejemplo), y la presión mediática en pro de su condena, no constituyen, en  mi criterio, una amenaza real y seria al derecho de defensa. Nos encontramos en un estado de derecho donde la justicia se imparte por magistrados profesionales, independientes e imparciales (no infalibles, desde luego, que esa es otra cuestión), que se muestran ajenos a esa presión. Hoy, en España, el contenido de las sentencias lo deciden los tribunales, no los medios de comunicación ni la opinión del público. Afortunadamente.